
La noche no había ido mal del todo. Cerca de quinientos dólares después de cuatro bailes y aquel tipo tan borracho que ni siquiera notó como le robaba la cartera mientras movía las caderas sobre su regazo.
Los hombres eran tan fáciles de engañar…
Había sido una buena noche.
Si tenía suerte, tal vez podría esconderle algo de dinero a Ian, su camello. El cabrón siempre se lo quitaba todo.
Debería mandarlo al diablo de una vez por todas. Aún tenía un moratón en el muslo derecho de una patada que le dio tres noches atrás. Cuando se colocaba, podía ser un agresivo hijo de puta. Pero era quien le conseguía trabajo y sus dosis diarias.
Si conseguía engatusarlo bien, podría colarle algo en su bebida y lo tendría fuera juego en cuestión de horas. Y mientras él durmiera, ella estaría visitando a escondidas a su hija y tratando que su madre aceptara el dinero para cuidarla.
Puede que su madre no estuviera muy feliz de cómo lo ganaba, pero lo necesitaba para criar a su pequeña.
Su preciosa Daisy. Siempre le asombraba como algo que surgió a causa de un error había resultado tan hermoso, tan perfecto… Su niña, que tenía los mismos bucles dorados y ojos azules que ella. Puede que su pequeña fuera fruto de un error, pero era el mejor que había cometido nunca.
Se cruzó con un tipo en el parking, cuando iba a coger su coche, que le llamó un poco la atención. Su cabello era rubio oscuro o castaño rojizo, no demasiado alto, de complexión ancha. No consiguió distinguir bien el color de sus ojos, pero parecían claros. Por lo demás, bastante normal. Del tipo inofensivo. Sonrisa fácil, con encanto.
Sería sencillo de timar y no le vendría mal un poco más de pasta. Él no tardó mucho en aceptar su oferta. Ni regateó el precio. Le pidió trescientos y aceptó sin rechistar, el muy iluso, siguiéndola dócil como un corderito hasta el callejón.
Tal vez debería haberle pedido quinientos, pero no le gustaba abusar de los ingenuos.
No tenía ni idea del error tan grande que acababa de cometer.
Había oído una vez que existía un límite de dolor que un ser humano era capaz de soportar. Empezaba a pensar que ese razonamiento estaba equivocado.
Lo que sintió cuando el cuchillo cortó su carne por primera vez fue atroz, pero no fue nada comparado a lo que vino después.
Cuando la empujó, haciéndola caer al duro pavimento, todos sus músculos y huesos protestaron.
Y solo acababa de empezar. Lo sabía.
No era la primera vez que alguien la pegaba. Eran gajes del oficio. Pero la paliza de muerte que le estaba dando este tipo era completamente distinta. Perdió la cuenta de los puñetazos, patadas y cuchilladas que recibió de ese monstruo de brillantes ojos dorados.
Si no hubiera estado tan atontada por los golpes se habría horrorizado al pensar cómo iba a lucir su cara después de esto. Pero la paliza y la pérdida de sangre la tenían al borde de la inconsciencia.
Solo cuando volvió anotar a aquel fino cuchillo desgarrar su piel a la altura de su estómago,recuperó algo de lucidez. La agonía fue tal que su cuerpo reaccionó solo,tratando de huir, de alejarse de aquel maniático que reía a carcajadas, con las manos enguantadas y la ropa cubierta con su sangre.
― Así me gusta, nena. ¡Pelea! Me encantan las luchadoras.
Su risa estridente fue lo último que escuchó antes de que todo se volviera negro. La oscuridad y el frío la envolvieron, dándole la bienvenida, alejándola del dolor, del sufrimiento.
Se dejó ir, llorando, demasiado cansada para seguir luchando por su vida.
Era una batalla perdida.
Charles se despertó en esa ocasión en el suelo, donde había acabado mientras soñaba. Se pasó una mano por su cara, cansado, y notó la humedad del sudor y las lágrimas en la piel.
Maldiciendo en voz alta se levantó y fue al baño. Estaba tan agotado y tenso que la ducha no consiguió calmarle. Tampoco los dos cafés que se tomó casi seguidos. Como ese caso no acabara pronto no iba a sobrevivir.
Pero en esa ocasión había conseguido ver algo del asesino.
Sus ojos. Unos antinaturales y brillantes ojos dorados.
Debían ser lentillas o algo similar. Le recordaron a los de los gatos, cuando reflejan la luz en la noche.
Genial. Tenían a un psicópata suelto al que le gustaba disfrazarse… simplemente genial. Eso lo haría más sencillo, pensó con ironía.
También creía haber vislumbrado cabello rubio. Pero de eso no estaba completamente seguro, ya que la luz de la farola había sido muy tenue, demasiado para distinguir bien nada. De todas maneras, era un dato inútil… ¿Cómo demonios iban a explicar que tenía una pequeña pista sobre el aspecto del asesino? No podía ir diciendo que estaba soñando con los asesinatos. Sería echar su carrera a la basura.
Mientras se vestía, usó una técnica que la psicóloga del departamento (a la que tuvo que visitar obligatoriamente después de su primer tiroteo) le recomendó para vaciar su mente. Tararear una vieja canción que su madre solía cantar cuando cocinaba. Eso conseguía reemplazar las sangrientas imágenes del sueño con sus recuerdos de su infancia. Necesitaba estar centrado cuando llamaran de comisaría.
― Te juro por Dios, Julian, no sé qué demonios ves de divertido en desordenarme las estanterías cada día… en serio…
Aidan había llegado a su tienda temprano esa mañana, aunque la mantendría cerrada todo el día. Le esperaba una jornada larga y aburrida de hacer inventario para decidir que libros pedir y cuáles no para el siguiente mes.
Era una tarea que debía realizarse mensualmente, como la contabilidad, el pago de facturas y un arqueo especial para sus otros clientes. Los libros raros y de magia, además de otros objetos peculiares, no eran baratos.
Y, aunque aburrido, era una labor simple. Contar los libros, ver cuál se había vendido mejor, cuál no y hacer descartes.
Lógicamente, dejó de ser tan simple cuando encontró varios libros fuera de su lugar, cosa que le venía ocurriendo desde que Julian apareció en su tienda y en su vida.
Su historia con el fantasma era algo peculiar y no solo por su condición de espectro.
Aidan y su familia llevaban toda su vida tratando con lo paranormal y lo sobrenatural. Con sumisión de mantener la librería y sus clientes, fue complicado mantenerse al margen. Su poder de empatía y sus visiones tampoco ayudaron demasiado.
Julian apareció hacía seis años. Su espíritu permanecía atado al mundo de los vivos a través de un relicario que perteneció a su esposa y que el librero encontró en el mercadillo que solían poner los martes en el parque Avalon, cerca de su tienda. Era pequeño, hecho de latón y con la efigie de una mujer tallada en marfil en la tapa. Al abrirlo vio la foto de una pareja y dos mechones de pelo, uno rubio y el otro castaño oscuro.
Con solo tocarlo lo supo.
Su obligación habría sido destruirlo y dar el descanso eterno al fantasma que lo encantaba, pero cometió el error de hablar primero con él.
Si, probablemente, podría haberlo hecho sin su consentimiento pero… no le gustaba la idea de obligar a alguien a cruzar al otro lado si no quería. No era ético. Y en sufamilia la ética se tomaba tan en serio como todo lo demás.
Así que intentó razonar con él hasta que acabó dejándolo por imposible. Pasó un mes entero discutiendo, usando todos los razonamientos lógicos que se le ocurrieron para que fuera al otro lado. Incluso le ignoró.
No sirvió para nada.
Acabó cediendo y permitió que se quedara en el edificio, guardando su relicario en la trastienda donde estaba seguro de cualquier intento de robo o pérdida. Y, a veces, su compañía solía ser entretenida. Tener a alguien con quien hablar cuando tocaba inventario o limpieza y que no podía huir del local resultaba útil.
Ese día no.
― Entiendo que te aburres cuando cierro pero si vas a coger un libro para leerlo, al menos podrías volver a colocarlo en su sitio, ¿sabes? – gruñó.
Porque cuando Aidan cerraba e iba al piso de arriba, donde estaba su apartamento, había veces queJulian no le acompañaba. Se quedaba en la tienda y leía algunas de las novelas nuevas o releía alguna de las antiguas. Y no siempre dejaba las cosas como las encontraba.
― ¿Has puesto a Dante entre las novelas eróticas? ¿En serio? – masculló, incrédulo alargando la mano para poner el libro en su lugar.
Al tocar el volumen para volver a colocarlo en su sitio, este le quemó la mano. Lo dejó caer al suelo,sorprendido y dolorido. Estupefacto, se miró y no vio quemadura alguna en su piel, aunque seguía doliéndole como si la tuviera. Fue la cosa más extraña que le había ocurrido jamás. Y tenía una larga lista de cosas extrañas en su vida para comparar.
― ¿Qué demonios? – se agachó y lo volvió a coger, no soltándolo a pesar de que le quemó de nuevo.
Imágenes de un lugar desolado, yermo, lleno de fuego y roca invadieron su mente con fuerza. Dolor, pena, angustia, odio, furia… tantos sentimientos negativos al mismo tiempo que le dejaron sin aire y casi le ponen de rodillas por la sobrecarga sensorial.
Frío y calor a la vez. Todo era rojo y muerto. Más dolor y muerte y desolación y gritos… los gritos eran ensordecedores… clamaban piedad, lloraban lágrimas de sangre a las que nadie hacía caso.
El fuego no dejaba de arder nunca y convertía en cenizas a los que agonizaban en su interior. Podía ver las llamas arrastrándose por sus piernas, abrasando su ropa, atravesando su carne…
Entonces le vio.
No pudo distinguir su rostro, pero no había duda de que era él.
El asesino.
Era otro habitante más de ese lugar y Aidan se encontró paralizado mientras le veía acercarse. Sus ojos dorados brillaron cuando usó el cuchillo en él para empezar a cortar miembros,carne, músculos… notaba la afilada hoja, fría en contraste con el fuego, dibujando macabros diseños rojos en su piel.
El chico trató de alejarse. Podía sentir cada pensamiento, cada idea que esa horrible criatura pretendía realizar. Cada asesinato, perfectamente planeado y con todo lujo de detalles.
Y lo que estabaobligando a ver… quiso gritar de horror, pero su voz se negaba a salir de su garganta.
― ¡Aidan!
Sintió un golpe seco en su mano y el libro cayó al suelo haciendo un ruido sordo. Aidan miró a Julian, quién le había golpeado, que le observaba asustado.
― ¿Estás bien? Llevo un rato llamándote. Te has quedado como congelado con ese libro en la mano… ¡Aidan, joder, responde! — gritó frustrado y deseando poder ser más corpóreo para poder sacudirle otra vez. Lo que más conseguía ese día era a golpear ya que había gastado gran parte de su energía esa noche con los libros.
― Yo… yo… ― pero siJulian estaba asustado, Aidan estaba aterrorizado. Se levantó las mangas de la camisa azul que llevaba para asegurarse de que no estaban los cortes que había sentido un segundo antes. También comprobó, todavía con el corazón a mil por hora, que sus piernas no estaban quemadas.
― ¿Qué ha pasado?
― No lo sé… estaba…iba a poner ese libro en su sitio y he visto… ― balbuceó el librero,frotándose las manos en las perneras del pantalón como si quisiera limpiárselas. Aún podía sentirlas húmedas de sangre. ― ¡Joder, no sé qué es lo que he visto!
― ¿Qué libro? ¿Ese? — Julian iba a cogerlo pero Aidan lo pateó lejos.
― ¡No lo toques! ― elchico estaba prácticamente al borde de un ataque de nervios. No le había pasado algo así de intenso jamás y nunca tuvo tanto miedo como en ese instante.
― ¿Por qué? ¿Qué has visto? Tío, me estas asustando y soy un fantasma, no debería asustarme.
― Creo que… era el Infierno.
― El infierno… ¿El infierno infierno? ¿Cómo el que dice la biblia y todo eso? ¿Ese infierno?
― ¿Tú conoces otro? —chilló Aidan un poco histérico. Aun no conseguía deshacerse del sabor y olor de la tierra quemada y la sangre que había degustado en su visión. Siempre era duro quitarse esos sentimientos que absorbía con su don, pero en esa ocasión estaba siendo peor que cualquiera que recordara. ― ¡Si, joder! ¡El Infierno! Con el azufre, la muerte y todo lo demás.
― Bueno… es «El infierno» de Dante…
― El libro no tiene que ver con eso. Yo no veo lo que han escrito, para eso tendría que ser un manuscrito original. Veo lo que sentía el último que lo ha tocado… lo que me ha dejado sentir…
― ¿Lo que te ha dejado sentir? — Julian se rascó la nuca, mirándole con sospecha. Eso era raro hasta para ellos. ― Lo siento, estoy algo más que perdido ahora mismo.
― No sé cómo explicarlo para que lo entiendas. Quien sea, lo que fuera que ha tocado ese libro, era el mismo Infierno. Para esa cosa eso era su casa, es lo que tiene dentro de sí.
― ¿Un demonio? ¿Podría haberlo tocado un demonio?
― Eso tendría lógica, pero ¿cómo ha entrado? La tienda está protegida o eso pensaba.
― Lo está. Hay plata, hierro y símbolos sagrados en todas las posibles entradas. ¡Yo ni siquiera puedo acercarme a una ventana sin desvanecerme! Algo así no debería poder entrar.
― Necesito sentarme…
Aidan caminó tropezando hasta el mostrador y se sentó en su silla, dejándose caer hasta apoyar los codos en sus rodillas. Todavía podía oler la sangre, la carne quemada, el azufre… Su perra Luna se acercó y gimió, lamiéndole la mano. Se abrazó a ella, buscando distraerse de la visión con la familiaridad que le daba el animal.
― He visto algo más.
― ¿El qué?
― Creo que es el asesino que buscaba ese detective. Y ha dejado aquí el libro a propósito para que lo viera. — Aidan seguía abrazado a su perra, ocultando el rostro en el blanco pelaje del animal.
― ¿Para qué?
― Sabe lo del diario. No sé si lo quiere o no, pero sabe que lo tengo. También ha dejado bien claro que va a por el detective.
― Joder… este es de los retorcidos a conciencia.
― Ha venido a divertirse. De hecho, se está divirtiendo de lo lindo, el muy cabrón. —masculló Aidan con expresión de asco.
― Tienes que calmarte un poco. ― Julian trató de palmearle amistosamente la espalda, pero su mano le atravesó, sacándole un estremecimiento. — Lo siento.
― Tengo que avisarle. — el chico se levantó, un poco tambaleante aún.
― ¿Y qué vas a decirle? Ey, disculpe detective, pero esta mañana cogí un libro y vi que el asesino quiere matarle. — ironizó el fantasma. ― ¡Piensa, chico! Ese es el camino más rápido al manicomio. Además, ¿cómo vas a encontrarle?
― Sé dónde está. Él ha vuelto a matar esta noche. Y me lo ha enseñado.
¿Te está gustando? ¡Puedes conseguirla gratis en la tienda!
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