Sus ojos azules se abrieron de par en par, atemorizados.
Una rata chilló y corrió hacia ella, saltando entre los charcos que abundaban en el suelo y pasó por su lado antes de huir y perderse en la oscuridad.
Como ella deseaba hacer.
Sin embargo estaba corriendo desesperada en dirección contraria. Tropezó al interior de ese callejón que los clientes masculinos del bar solían usar cuando no querían esperar su turno en el baño y acabó cayendo al rompérsele uno de sus tacones en una grieta.
Se giró, quedando sentada en el sucio suelo, haciendo caso omiso al tacto pegajoso del asfalto bajo sus manos y a las lentejuelas que empezaban a desprenderse de su frágil falda, brillando levemente en la mortecina luz de una farola cercana.
Frente a ella la muerte la acorralaba, cerrándole el paso, como un lobo a su presa.
Por un segundo deseó estar teniendo una pesadilla. Una de la que pudiera despertar, a salvo en su cama y no ahí, rodeada por contenedores de basura y paredes sucias, cubiertas de carteles desgarrados del último espectáculo de strippers que actuaron la semana anterior.
No en aquel lugar, con el sonido de la gente divirtiéndose en el bar y la música estridente del interior como banda sonora de su futura muerte.
Porque estaba segura de que iba a morir esa noche.
Quería gritar para pedir ayuda, pero no conseguía que le saliera la voz. El miedo y el dolor, producido por un profundo corte en su hombro izquierdo, eran tan grandes que le impedían articular sonido alguno y paralizaban su cuerpo empapado de sudor frío. Solo era capaz de emitir gemidos entrecortados.
Con torpeza se llevó las manos a la herida en un vano intento de detener la sangre que manaba sin parar, viendo como sus manos y su top blanco se teñían de rojo rápidamente. Se arrastró un par de metros, sus rodillas raspándose contra el duro asfalto y rompiéndose las medias, tratando torpemente de huir de aquel monstruo.
Pero era inútil y lo sabía.
No existía escapatoria. Estaba en un callejón sin salida.
Pero se negaba a morir. Tan solo tenía veintiocho años y aun le quedaban muchas cosas pendientes. Ahora lamentaba no haber aclarado las cosas con su hermana. Ya no podría hacer las paces con ella y ver al fin a su sobrino, al que no conocía a causa de una estúpida discusión.
Estaba atrapada con un monstruo que jamás la dejaría salir de ahí con vida.
Ese pensamiento la hizo temblar aún más, el pánico atenazándola y sacándole sollozos mientras su vista se nublaba a causa de las lágrimas.
Los rizados mechones de su larga y sedosa melena negra cayeron sobre sus ojos, entorpeciéndole más la visión, cuando aquella cosa agarró su brazo con una fuerza antinatural y la alzó del suelo con un violento tirón. Como si fuera una muñeca de trapo, desencajándole el hombro y sacándole un grito ahogado de dolor.
Lo único que pudo ver con claridad al enfrentarse a él fueron sus ojos.
No los olvidaría nunca. Era incapaz de apartar la mirada de ellos. Ni siquiera cuando sintió la fría y afilada hoja del cuchillo clavándose nuevamente en su carne y rasgándola pudo desviar la vista.
El asesino la hizo girar entre sus brazos y le cortó el cuello. Con extremada lentitud.
– Tú serás mi mayor obra, querida. — le susurró al oído, mientras la tumbaba boca arriba en el suelo.
A los cortes en la garganta se sumaron otros más en la cara, en el pecho, en los brazos al tratar de cubrirse y minimizar un daño que ya era inconmensurable. El golpe de gracia, el que la dejó finalmente rindiéndose a lo inevitable, fue en el estómago. El cuchillo se hundió en su interior hasta la empuñadura, subió y ya no se detuvo.
Mientras la vida se le escapaba a borbotones y oía la estridente risa de su asesino, su último pensamiento fue para esos ojos dorados. Ni siquiera prestó atención a que estaba abriéndola en canal como si solo fuera un pedazo de carne.
Aquellos aterradores y diabólicos ojos que no dejaban de mirarla, brillando anti naturalmente de satisfacción, observándola morir.
Charles Andrews despertó bruscamente, encontrándose en su cama y no en aquel callejón de su sueño. Jadeaba entrecortado, con el corazón a mil por hora haciéndole sentir mareado y sin poder dejar de tocarse el cuello donde aún sentía el roce fantasma del cuchillo. La vieja camiseta gris de «The Police» que usaba para dormir estaba empapada de un sudor frio que pegaba el algodón a su piel. Notaba el sabor de la bilis en la garganta, sabiendo que estaba muy cerca de vomitar lo poco que cenó la noche anterior.
Para cualquier persona normal, eso podría ser producto de una horrenda pesadilla.
Pero él no era alguien normal y una pesadilla ordinaria no le tendría temblando de puro terror y sin aliento. Sabía que ni siquiera todo lo que sentía era exclusivamente suyo. Todavía podía notar el miedo de la chica con la que había soñado, escuchar sus intentos de pedir ayuda, oler la sangre en el aire…
Notar el aliento del asesino cuando le susurró al oído.
Odiaba sus sueños. En específico los de esa clase.
En su familia, en cada generación, siempre existió un miembro que podía ver el futuro mientras dormía. Su padre, por ejemplo. Y, antes que él, su abuelo y su bisabuelo. Toda su rama paterna nació con ese don. Charles prefería llamarlo maldición aunque, probablemente, era una cuestión de perspectiva.
Él era uno de los últimos que quedaba con esa habilidad. Sufría, porque no había otra palabra mejor para expresarlo, sueños premonitorios.
En cada miembro de su familia esos sueños se manifestaban de manera distinta. Su padre podía ver sucesos con varios días de antelación, mientras que su abuelo veía cosas que podían estar sucediendo en otras ciudades. Charles los vivía en directo, sin opción a poder hacer algo para intervenir.
No había una razón que explicara el por qué sus sueños eran de esa manera y, para ser sinceros, tampoco se molestó en investigarlo o consultarlo cuando comenzaron, siendo él un adolescente. Bastante tuvo con lidiar con lo que veía.
Pero ese no era el mejor momento para ponerse a pensar en ello.
Alguien había muerto esa noche.
La chica de su sueño murió asesinada exactamente de la misma manera que él lo había visto y sintió cada cuchillada, cada intento de escapar, cada respiración hasta que su vida terminó. Cada instante con todo lujo de detalles, pero lo más importante, lo fundamental se le escapaba… no había podido ver al asesino.
¿Para qué le servía su don si era incapaz de evitar que sucediera lo que soñaba?
¿Por qué no podía verlo a tiempo para poder actuar y salvar a la víctima?
¿De qué le valía si nunca conseguía ver el rostro de quien realizaba esos actos terribles?
Esos sueños solo le desesperaban y frustraban hasta cotas inimaginables.
También eran la razón por la que acabó haciéndose policía. Si no podía hacer nada para impedirlos, haría algo para dar algo de paz a quienes veía morir y sus familias.
Con un gruñido, decidió levantarse por fin y prepararse.
Salió del dormitorio y se encaminó hacia el baño para tratar de borrar esas imágenes de su mente bajo el chorro de agua caliente. El frío del invierno y el sudor que cubría su cuerpo le hicieron estremecerse a pesar de que ya había encendido la calefacción.
Al mirarse en el espejo vio las ojeras oscuras que empezaban a profundizarse bajo sus ojos marrones. Hacía algún tiempo que no dormía bien, desde el primer asesinato, cuatro días antes. El cansancio hacía que su piel estuviera más pálida de lo habitual, casi cenicienta y que las pocas arrugas de expresión que solía tener estuvieran más marcadas.
Tras una corta ducha, regresó al dormitorio y preparó su ropa. Traje negro, camisa blanca de lino, abrigo de lana, corbata de seda burdeos… regresar a la cama estaba descartado a pesar de ser las seis de la mañana.
Hizo un no muy entusiasta intento de peinar su alborotado cabello castaño, el cual siempre decidía por su propia cuenta como quería estar, hiciera él lo que hiciera, y se tocó la barba, ya de una semana. La observó, crítico. Empezaba a verse canas en la barba. Probablemente sería mejor afeitársela, pero ese día no tenía ánimos para hacerlo.
Desechó la idea de desayunar y se limitó a tomarse un par de ibuprofenos para la futura jaqueca que ya andaba rondándole. Desayunaría con su compañero cuando acabaran con la escena del crimen. Era un ritual que ambos tenían desde que empezaran a trabajar juntos y lo mejor para asegurarse que no ibas a quedar en ridículo delante de todos los compañeros vomitando cuando el olor o la visión del cadáver te revolviera el estómago.
Se sentó en el sofá, frente al televisor e hizo un poco de zapping para matar el tiempo hasta que recibiera el aviso. Dejó el canal de noticias, donde un presentador con más Botox que Cher, hablaba sobre la muerte de un multimillonario en Nueva York.
Necesitaba despejar su mente del sueño para poder centrarse en el caso al que inevitablemente le iban a asignar.
Efectivamente, media hora después su móvil sonó.
— Detective Andrews. — contestó con la voz ronca. Aun sentía un poco adolorida la garganta por los gritos que esa pobre muchacha no había podido dar. Esperaba que su vecina no volviera a preguntarle que hacía por las noches para gritar tanto. La primera vez ya fue lo suficientemente bochornoso. — Aja… estaré allí en veinte minutos.
El aviso fue en el Parque Meyering, a menos de un kilómetro de una zona de bares ligeramente conflictiva. Un lugar frecuentado por familias con niños pequeños y corredores durante el día, pero, al anochecer, se convertía en el punto de encuentro favorito de yonkis y prostitutas. No era recomendable pasear por allí pasadas las diez de la noche, si se quería regresar con la cartera intacta.
Un hombre que hacía jogging con su perro fue quien descubrió el cuerpo y llamó a la policía. Le estaban tomando declaración cuando Charles aparcó su Chevrolet Camaro, veinticinco minutos después de recibir la llamada. Había varios coches patrulla rodeando el lugar, las luces tiñendo de rojo y azul la nieve que cubría los árboles.
Vio a su capitán inmerso en lo que parecía una acalorada conversación con el jefe de prensa del alcalde, un tipo verdaderamente detestable que era capaz de vender a su madre si con eso conseguía más votantes para su jefe.
No era extraño el verle allí. Un asesino en serie daba muy mala prensa a cualquier ciudad. Probablemente estaba amenazando al capitán Murphy con despedirle si no atrapaban pronto a ese asesino. Y, por la expresión de su jefe de departamento, este se estaba conteniendo para evitar mandarlo al diablo.
― ¿Qué tenemos? — preguntó al ver a su compañero, Gordon Henricksen, parecía haber dormido incluso peor que él, si las ojeras que tenía bajo sus ojos azules eran una indicación.
Su compañero llevaba el abrigo arrugado, el cabello pelirrojo despeinado y tampoco se había afeitado. Probablemente, ni siquiera llegó a su cama esa noche. Había sido padre un par de meses antes y la pequeña no les estaba dejando dormir una noche entera ni a él ni a su mujer.
― Nada bueno.
El detective podía oír a sus espaldas a dos novatos, un par de críos recién salidos de la academia, recuperándose después de haber vomitado todo el desayuno tras ver esa masacre. Y no era para menos. Incluso a él, que ya sabía que iba a encontrarse, la visión le hizo sentir enfermo.
La víctima era una chica de unos treinta y de cabello negro largo y rizado, tal como vio en su sueño. Iba vestida con una falda negra de lentejuelas muy corta y un top blanco. O debió ser blanco antes de que su sangre lo tiñera de rojo. A unos dos metros de su cuerpo se podían ver su pequeño abrigo de piel sintética negro y un bolso a juego con la falda. No había ni rastro de sus zapatos por ninguna parte.
La falta del calzado no le resultó una sorpresa. Probablemente, se le cayeron al trasladarla desde la verdadera escena del crimen hasta ahí. Debían encontrar ese callejón para procesarlo.
Esperaba que llevara algún documento en ese bolso, porque su cara estaba prácticamente irreconocible. Le habían golpeado brutalmente y cortado en el rostro, desfigurándola. Tenía, además, múltiples heridas de arma blanca por todo el cuerpo.
Un corte largo y profundo en la garganta, de izquierda a derecha. Podía incluso ver el hueso… Charles intentó centrarse en las pistas que le daba el cuerpo y no en lo demás.
Otro corte atravesaba su torso de arriba a abajo, dejando su interior expuesto de manera macabra.
Había mucha sangre alrededor del cuerpo, tanta que la nieve estaba completamente manchada, pero no la suficiente como para que los forenses pensaran que era el sitio donde había sido asesinada y parecía que habían extraído algunos órganos. Podía ver los intestinos enrollados pulcramente y colocados sobre el hombro izquierdo de la víctima, mientras que algo que parecían ser el estómago y los riñones estaban en el suelo, junto a la cabeza.
Tendrían que esperar al informe del forense para saber cuál de ellos faltaba, porque era obvio que así sería.
No muy separado del cuerpo, sobre la nieve y escrito con la sangre de la víctima, tres letras.
“J.T.R.”
Igual que en el caso anterior. ¿Qué podían significar?
― ¡Joder!
― Y que lo digas. Los novatos no han sido los únicos que han perdido el desayuno por ver esto. — Charles arqueó una ceja divertido a su compañero, sacándole una mueca. — Como si tú no estuvieras a punto de hacer lo mismo…
― Lo haría si hubiera desayunado, que no ha sido así. No aprendes. Nunca vengas a una escena del crimen recién desayunado. ― rio, sacando un gruñido descontento a su compañero. ― ¿Habéis encontrado los zapatos de la víctima? — Henricksen miró hacia los pies descalzos de la chica.
― No hay rastro de ellos por ninguna parte. Los patrulleros ya han estado buscando sin encontrarlos.
― Está claro que la chica no murió aquí. No hay suficiente sangre para semejante carnicería. Tuvo que recogerla en algún bar o algo por el estilo. — su compañero meditó en silencio un minuto antes de volver a hablar.
Sabía lo que estaba haciendo. Repasaba los locales cercanos a la zona. Saberlos no era imprescindible, pero si muy útil en su trabajo. Y si Charles no recordaba mal, había escuchado música donde la atacaron. Debía venir de un bar muy cercano.
― Hay pocos sitios lo bastante cerca de este lugar en los que pudo estar. Eso contando que no se alejara demasiado de donde la secuestró, claro. O que no sea una de las prostitutas de la zona.
― No pudo ser muy lejos o no habría tanta sangre aquí. Y no tiene pinta de prostituta. Lo sabremos con más seguridad cuando comprobemos si tiene antecedentes, claro. – respondió Andrews, evitando mirar demasiado a la chica. — Mover el cuerpo también coincide con el modus operandi de este tío y ha vuelto a dejar su firma.
― Hasta que no lo comprueben los forenses… Pero todo coincide con la otra víctima.
― No se ensañó tanto con la primera.
Con la anterior chica (Loretta, veintinueve años, castaña, trabajaba en un bar cercano a donde la encontraron y tenía antecedentes por trapichear con cocaína) no hubo paliza. Solo tenía heridas de arma blanca en el cuello y abdomen, pero no en brazos y, desde luego, no tenía la cara destrozada a puñetazos.
― ¿Tal vez lo interrumpieron? La otra escena era un desastre. Esta no. Parece que incluso hay una especie de siniestro orden.
― Tendría más sentido. La pobre ni siquiera lo vio venir. – Eso fue lo que dijo el forense. A la chica la habían inmovilizado por detrás y cortado la garganta antes de que pudiera emitir algún ruido. No tuvo ninguna oportunidad. ― ¿Pero por qué tanta violencia con esta?
― ¿Quién sabe qué pasa por la cabeza de un monstruo así?
El detective negó en silencio.
Monstruo… ojalá fuera tan fácil.
En la ficción siempre podías averiguar enseguida quien era el monstruo porque su maldad se reflejaba en su aspecto exterior.
En la vida real, estos se escondían bajo la fachada de una persona normal. Podía ser cualquiera. El cartero, el chico que repartía en el supermercado, o simplemente, ese tipo con el que siempre te cruzabas en el metro y del que no sabías absolutamente nada.
Y si todo era parecido a la anterior escena, este cabrón no habría dejado ninguna pista para encontrarle salvo su firma. Ni huellas, ni ADN, ni una fibra… nada.
Quién fuera ese bastardo, sabía lo que hacía y era extremadamente cuidadoso.
Andrews alzó la vista, paseándola por los alrededores de la escena, odiando el momento en que permitió a su compañero convencerle para dejar de fumar y deseando tener un cigarrillo.
Entonces le vio.
El chico no llamaba la atención por nada en especial. Era alguien normal, más bien del montón. Con no más de veinticinco, pelo oscuro oculto bajo una gorra gris, vestido con vaqueros y sudadera de los Chicago Bears debajo de una cazadora gruesa negra y algo más alto que él. Miraba horrorizado lo que podía vislumbrar del cadáver, como todos los curiosos a los que los agentes de a pie no conseguían alejar lo suficiente.
No, no llamaba para nada la atención.
Pero él le había visto antes.
No conseguía ubicar su rostro, pero estaba seguro de haberle visto antes de ese momento. Era muy bueno memorizando caras.
― Oye, Henricksen. ― Charles se giró hacia su compañero, desviando por un segundo la mirada del muchacho y tratando de hacer caso omiso del cuerpo inerte cerca de ellos.
― ¿Sí?
― ¿Habéis sacado algo de quien encontró el cuerpo?
― ¿El del perro? Aun le siguen tomando declaración. — respondió el otro, señalando por encima de su hombro, poniéndose en pie. Efectivamente, dos agentes seguían tomando testimonio al asustado hombre que acariciaba distraído a un bonito golden retriever que él viera al llegar. ― Estaba paseándolo mientras hacía jogging por el parque y se lo tropezó. Pero no creo que viera nada más que eso. ¿Por qué?
― ¿Ese chico de ahí no te suena de algo? Creo que lo he visto antes.
― ¿Qué chico?
Pero al girarse para señalárselo, el muchacho ya había desaparecido del lugar. Seguramente habría satisfecho su curiosidad y estaría camino de su casa o su trabajo.
Suspiró cansado. La falta de sueño le estaba volviendo paranoico.
― Nada… olvídalo. Vamos, te invito a un café mientras esperamos a que levanten el cadáver.
No fue hasta unas horas después, ya en su escritorio y con las fotos de las dos escenas de los asesinatos en sus manos para comparar, que volvió a pensar en aquel joven.
Estaba revisando las fotos que los agentes hacían a los alrededores de las escenas y lo vio. En algunas ocasiones, con casos peculiares como ese, solían tomar instantáneas a la gente que curioseaba. Muchas veces los autores de los crímenes volvían para ver el resultado de su hazaña y regodearse en ella o, incluso, ofrecían su ayuda.
Había para todos los gustos, por desgracia.
Y ahí estaba él. En las fotos del primer asesinato, entre los curiosos. Las dos escenas estaban muy separadas la una de la otra, casi cada una en un extremo distinto del distrito. Resultaba muy curioso que estuviera por los dos sitios el mismo día y en el mismo momento en que se descubrían los cuerpos.
Demasiada casualidad.
Y, la mayor parte del tiempo, en su trabajo eso no existía.
Mientras esperaba a que el forense empezara la autopsia decidió investigar eso por su cuenta.
¿Quién sabia?
En casos así no se debían dejar nada al aire.
¡La semana siguiente más!
Un comentario en “Jack T.R. : Capítulo 1.”